La última vez que había subido esas escaleras fue para encontrarme una chiquilla mirándome con ojos grandes, de buche, tumbada en silencio, arrebujada en su cama. Salí con su padre a buscar al pediatra que no, que decía por teléfono que su rechazo a comer era un capricho de críos. Pero a esas horas de la tarde, en Tánger, no puedes elegir adónde ir, a menos que vadees a contracorriente la marea humana. Luego, en la consulta, fue imposible conseguir que el doctor se dignara a abandonar su clínica emparedada de diplomas. Al día siguiente, ya de vuelta yo en Rabat, recibí una llamada desde un móvil, en carretera, hacia una clínica en España.
Más de un año más tarde, cuando aquella niña es ya una criatura distinta, malherida tras luchar contra el ángel de la muerte, yo volvía a subir las mismas escaleras, esta vez sin los ladridos insolentes de Ron, gozque lanudo y temerario. Había terminado la reunión, y un nuevo propietario nos daba acogida antes de ir a cenar junto a la playa. No debería uno volver a casas que han cambiado de manos y cuerpos, si allí dejó alguna noche perderse las palabras. Salí a la terraza. Las gaviotas, impulsadas por el viento de la atardecida, protestaban sobre las azoteas. Me asomé al jardín del consulado francés por si, tal vez, como esperábamos en aquella época, su inquilina decidía salir vestida de luna. Nada. Violeta ya la bahía. Que no iba a cruzar esta noche. Volví dentro.
Arturo escribió un hermoso texto que he perdido titulado "Tánger en llamas". Apenas recuerdo lo que decía, pero sí que conseguía raspar mi memoria como un fósforo, y arrancaba de las colinas, del barullo del zoco chico, de la maleza de los patios, una suavidad lacerante y hambrienta que sigue distinguiendo a esta ciudad abandonada. Tierra de nadie entre dos continentes, entre un pasado tan cercanamente remoto y un futuro en el que nadie cree, "internacional" todavía, a pesar de toda su decadencia, aunque se hayan ido aquellos que buscaron aquí la penumbra entre las almas y los cuerpos. Entonces la ciudad me parecía menos vacía, y eficaz su retórica. Entonces disfrutaba en ella del lujo de la amistad: descuido y exceso consentidos.
Al día siguiente, 26, por la mañana, me levanto pronto. Recojo todo el papel de cartas que hay en mi habitación y en el carrito de las señoras de la limpieza, hojas que nunca voy a escribir ni enviar. Mis compañeros de viaje aún no han bajado. Atravieso el comedor del Minzah y salgo al aparcamiento de detrás. La bahía ciega ya los ojos. Me acojo a la sombra de una palmera y marco en el teléfono las coordenadas de una voz que, abriendo el tiempo, rompe mis intenciones y me sitúa, cálido y claro, en uno de esos lechos sin río de las montañas en junio. No se ve el agua, pero yo siento a mi alrededor su frescura de curueño y oigo su alegría transparente. Ójala que tengas un año gozoso.