Ayer me pasé por La Central, en Atocha, porque tenía un rato libre antes de una inauguración, y me gusta pasear por un zoo de libros, asomarme a alguna de esas jaulas de barrotes horizontales y comprobar si algo se agita en su interior y me amenaza, siquiera levemente. ¿No es para eso para lo que uno lee? ¿Para resentirse de la selva y de la noche?
Sin embargo, sus ocupantes suelen estar ya tan domesticados o atontados que apenas representan peligro alguno. Pero a veces hay suerte, como ayer, y la jaula de un libro antiguo de Marguerite Duras sobre los lugares de sus películas me procuró un par de zarpazos en el aire, a pocos centímetros de mis brazos. "Los lugares que me interesan son los lugares de la pasión. Los lugares donde uno está sordo y ciego." Yo añadiría: y donde canta sin sentido. Como el urogallo de los bosques leoneses, escandaloso y vulnerable en sus madrugadas de abril.
Luego esos sitios se quedan sin voz. Con un silencio tan estruendoso que cuesta acercarse. Quizás los lugares reales de cualquier biografía serían aquellos que una persona evita volver a franquear. ¿Mi catálogo? Menciono dos solamente: un claro del Campo Grande bajo los castaños, una orilla con un tocón recién cortado en Central Park, donde siguen sonando las hachas imposibles.