Mientras aguardaba en el aeropuerto la llegada de mi madre no podía estarme quieto. Iba de la pantalla de información a la tienda de revistas, donde me ponía a leer el artículo de una revista sobre los venenos. El avión sigue "on time", nada por ahora. Parece ser que la Serenísima República guardaba en sus archivos de estado un cuadernillo con la contabilidad de los pagos a los envenenadores, la caligrafía es impecable, ¿qué otras cosas pondría sobre papel ese escribano? "Landed", ¡por fin! El tóxico de la tarántula revienta las paredes de las células, como una especie de dinamita interior, para que su presa no tenga tiempo de agitarse y resbalar al suelo desde la rama en la que aguardaba la araña. "Landed", ¡todavía! Dos forenses de Richmond hablan de los envenadores como custodian killers, tan solícitos con su víctima como un hortelano con su melocotonero, administrando a su esposo o su hija la dosis exacta cada día, y sin embargo incapaces de reconocerlo, convencidos de su propia inocencia. "Arrived". ¡Ya era hora! Ahora sólo falta el control de aduanas. Me voy a distraer y seguro que llega cuando estoy entretenido leyendo. Bueno, vamos a ponernos en la barrera y a aguantar la espera.
Al principio, andando y hablando por la calle, yo la cortaba bruscamente, igual que cuando era adolescente, imponiendo mi discurso. Pero en esta ocasión al menos me estaba dando cuenta. La cena tuvo la virtud de apaciguarme un poco, y luego, cuando caminábamos de vuelta, ella me cogió del brazo y yo volví a sentir, viniendo de muy muy lejos, la intimidad del mundo a mi alrededor, y un contento tan calmo. "Así que era esto", pensé. Esta sensación de andar pisando la tierra sin cuidado.
Me traía esta fotografía. La imagen, tomada en el Monte Corona, tiene la composición de un cuadro, y está gobernada por las miradas: perdidas, en el aire, en sus pensamientos, las de mis dos hermanos; reunidas, la de mi madre y la mía, en un espacio circular en el que he ido incluyendo todos mis amores. Reconozco en esos ojos de mis once años mi caída hacia arriba, y cómo la proximidad de alguien me enciende a veces como una lámpara, ciego, descuidado. Pero no desarmado: en la mano sostengo un cuchillo y una flecha afilada, casi como si fuera un símbolo de Alciato, de su Emblema CXIII, que habla del daño que uno va sembrando a su alrededor sin querer y del que no es consciente. Y si lo es, o trata de serlo por encima de todo, lo único que va a hacer es entrar en la espiral de la culpa, al mismo tiempo que se paraliza. Culpable de las expectativas y deseos del otro, de la otra, que ponen en mis manos el arco de sus flechas. ¡Qué fácil es verlo así, cuando no es uno el que sufre de la falta!
Podría relacionar también ese cuchillo y flecha en mi mano, mientras miro a mi madre, con el Emblema CXII de Alciato que habla de la pena escondida en el gozo, y que Lucrecio cifró en aquellos versos espléndidos que hablan de las consecuencias de la pasión:
ne quiquam, quoniam medio de fonte leporum
surgit amari aliquid, quod in ipsis floribus angat
"Todo en vano", dice, refiriéndose a los banquetes, los gozos y los juegos entre los amantes, "pues de la fuente misma del goce surge un no sé qué de amargo que provoca congoja en medio de las propias flores". Cuando Montaige comenta este pasaje en el capítulo "Nous ne goustons rien de pur" de sus Essais, dice que "La profonde joye a plus de severité, que de gayeté. L'extreme et plein contentement, plus de rassis que d'enjoué." Curioso que haya elegido esa palabra, que se aplica comúnmente al pan duro, "pain rassis". Quizás es simplemente que la felicidad sólo puede gustarse en el momento, recién salida del horno del día, con su íntima nieve reventando la corteza, y luego pierde sabor y se queda dura para nuestra hambre extrema.
Mi hermano Güiguí está llevándose a la boca una galleta mientras sus ojos se hunden no sé dónde lejos y apoya su otra mano en mi madre. El Titi está de brazos caídos. Tanto él como yo estamos sujetos por ella. Y todos somos mirados por mi padre que recogía para un tiempo distinto toda la luz que desprendían nuestros cuerpos.